Un sauna es como una carnicería del cuerpo. No importa tu nombre, tu historia ni qué haces, sólo cuán musculoso, marcado o “dotado” eres. Es bien fuerte. Es por eso que cuando le di esas clases magistrales a mi amigo Rafael sobre “ser gay” le advertí que estos lugares no eran para él, un ex alumno del colegio Tabancura y de la Católica, hermano de monja y de familia beata. Aquí se viene a buscar y ofrecer sexo, nada más. Y nada menos.
Tengo que reconocer que tengo una debilidad por los saunas: esa posibilidad de tener sexo sin preámbulos ni trámites y, lo que es lo mejor, sabiendo exactamente qué es lo que hay. Aquí la gente se pasea por pasillos en penumbras o te espera en la puerta de unas pequeñas y prácticas cabinas con sólo un diminuta toalla agarrada en la cintura. Uno se ahorra la frustración de enganchar con alguien, llevarlo a la casa y encontrarse con una prominente pero bien escondida guata.
Debe reconocer que tengo “experiencia internacional” en saunas. Si me preguntan por el “top one”, ese es “Buenos Aires a Full”, con una mercancía del nivel del mejor bife de chorizo. Con este background, visité, por primera vez, el “282”, el sauna gay top de Santiago, inaugurado hace varios años en el ya algo turbio barrio Bellavista. El origen del nombre no es muy original: 282 es la dirección de la misma calle Bellavista.
¿Y dónde está el condón?
Son las 4:15 de la mañana de un sábado y con mis amigos reconocemos que, aunque todavía es “temprano”, el “Bunker” no nos ofrece mucho: ya nos hemos agarrado a todos los que nos podíamos agarrar y los que no, nunca nos pescarán. Así que partimos al “282”. “Es la hora justa” comento, ya que todos dicen que recién a las cuatro empieza a llegar la gente.
Como en Chile estamos tan modernos, todo es muy natural a la entrada de este “establecimiento sauna”, como dijo el juez Daniel Calvo en su forzada confesión. El cuidador de autos nos saluda como quien se estaciona para ir a “Las Urracas”. Parece que los entendidos tenían razón: la cosa está que arde y lleno de autos por lo que nos cuesta estacionarnos. La entrada es piola, pero no camuflada. Como están las cosas, yo pensaba que habría que decir alguna contraseña o palabra clave, al más estilo del bar “Los Canallas”, algo así como que te pregunten: “ojo de loca…” y que uno responda: “… no se equivoca”. Que es el dicho más cierto de la historia.
En la entrada un joven nos pregunta: “¿número de pie?” Y nos pasa un par de hawaianas, dos diminutas toallas y una llave para el casillero. Esta indumentaria es esencial ya que ése es el “uniforme” de cualquier sauna. Hasta los calzoncillos están prohibidos. “El local tiene espacio para casi cien personas y está casi lleno”, nos confiesa entusiasta.
Mientras pagamos los 8 mil de entrada, mi ego es destruido: los menores de 25 pagan mitad de precio y parece que ya no hay duda de que pasé los 30, porque ni siquiera me preguntan la edad. El “descuento joven” es esencial para el éxito de un sauna: los jóvencitos son los más apetecidos.
Aprovecho de chequear la lista de precios, que incluye cuatro lucas por el arriendo de una cabina privada y seis mil por un masaje. Esa es la lista oficial, ya que hay otra más secreta y lujuriosa.
Me doy cuenta de que el “joven del mesón” se olvida de un importante detalle: darte un “condón de cortesía”. En todos los saunas del mundo, hasta en el hoy célebre “Sebastián”, según lo relató el propio juez Calvo, te lo regalan. En lugares más vanguardistas, como en Hamburgo, me tocó que la “cortesía” incluyera no sólo un condón, sino que también una práctica caluga con lubricante.
Arbolito de Pascua gay
Mis amigos me habían advertido que las “instalaciones” eran buenas, pero que el público era incluso más feo, gordo y viejo que la media del mundillo gay de Santiago. Como si eso fuera posible, pero lo es…
Luego de empelotarnos quedé en toalla y hawaianas. “Por suerte hoy fui al gimnasio y comí livianito”, pienso mientras me miro al espejo y veo que no estoy tan mal, mucho mejor que el gordito que se desviste al lado mío y me sonríe como queriendo decir “nos encontramos luego”).
Partimos con mis amigos a la aventura. Es una ley implícita el que nos separemos lo más pronto posible. En estos casos la unión no hace la fuerza y es mejor que cada uno se “rasque con su propias uñas”.
El “282” tiene tres pisos. Parto por el primero donde hay un pequeño “snack bar” -una siutiquería para denominar la barra donde se venden sandwiches y bebidas light-, un par de mesas y un gran acuario. A un costado hay una amplia piscina techada adornada por una esculturas de dioses griegos de yeso, todos en pelotas, obviamente. En esta zona, sin pudor, un par de gorditos con pinta de dirigentes de la ANEF chapotean y se besan. ¡¡¡Huácala!!!
Pero la gran atracción es un jacuzzi de grandes proporciones. Ahí sufro mi primer shock: veo flotar a una otrora figura de la TV, el primer notero estrella de un matinal, con las patas abiertas en una posición estratégica que permite que un chorro de agua caliente le llegue justo en el “punto G” (gay). Sin duda en estos lugares la gente deja su pudor en los camarines, ya que este ex personaje le comenta su “gracia” a sus amanerados acompañantes. Estas son las cosas que uno puede hacer cuando se te terminan los quince minutos de fama.
Pero lo que más me sorprende, y eso es bastante decir ya que luego de “años de circo” pocas cosas me impresionan, es que en medio de este bizarro escenario hay un gran y cuidadosamente decorado árbol de Pascua. Me aprovecho de este inesperado espíritu navideño para meterle conversa al encargado del “snack”, quien, como todo el “personal”, tiene un llamativo uniforme: hot pants negros y una polera apretada con la leyenda 282. “¡Qué rico que te guste! Para que veas que también tenemos espíritu navideño. Esto no es puro sexo” dice, mientras le vende un café a un viejo que lo mira lujuriosamente. En eso veo entrar a un amigo peluquero argentino a quien todas las mujeres de mi oficina lo encuentran muy varonil y guapo, “si ni se le nota”, me dijo una vez una. Y hasta mi mamá, en un ataque de liberalidad, me lo recomendó como pololo. Tal vez a ellas les extrañaría verlo aquí, a mí no, así que nos saludamos como si nos hubiéramos encontrado en el Tavelli de Providencia, otro reducto del ambiente, pero diurno.
Leyendo espero…
Movido por mi curiosidad y, debo reconocerlo, la calentura, subo al segundo piso. Hasta ese momento todavía tenía esperanzas de meterme con alguien. ¿No dicen por ahí que hay que mezclar trabajo con placer?
A medida que subo, compruebo que la turbiedad aumenta. Hay una sala con reposeras de plástico y una gran televisión que da una película de Jennifer López. En una hay un joven leyendo. “Literatura gay erótica”, especulo, pero no, lee “Introducción a la economía básica”. Tal vez el escándalo de las próximas décadas sea que un ministro de Hacienda “visita un establecimiento sauna”.
Camino y me encuentro con el sauna mismo, para que no se diga que los homosexuales sólo pensamos en sexo, también nos gusta relajarnos. Recuerdo al chico del café que me decía: “Este es uno de los saunas mejor equipados del mundo. La gente viene a botar el estrés, olvidarse de sus problemas y bueno, también a huevear”. Hueveo, eso es lo que todavía no encuentro.
El sauna es típico: todo de madera y hecho para sudar. La diferencia es que adentro todos se miran y se insinúan calentonamente. Lo mismo que en las duchas.
El morbo que despiertan los camarines, duchas y toda la parafernalia deportiva, se entiende porque, si bien en el colegio los gays odiábamos las clases de Educación Física, nuestras más excitantes fantasías ocurrían siempre en los camarines. Uno puede crecer, salir del clóset, incluso transformarse en “fanático del deporte” (leáse obsesionado por tener un cuerpo de gimnasio), pero nunca abandonar estos sueños eróticos.
El código rosa
Hablando de erotismo, me paseo por el sector más popular: los privados. Aquí continúan mis desilusiones. A todos los saunas que he ido estas pequeñas piezas para tirar están abiertas, pero en el “282” hay que pagar para tener la llave. La “llave de la felicidad”, me comenta uno de los parroquianos al que le comento mi sorpresa. Algunos son generosos y dejan la puerta abierta para que entre el que quiera circo. Pero uno ya sabe que por algo son tan “fáciles”: son los típicos a los que nadie pesca.
Lo que sí es igual a otros lugares del mundo es la básica indumentaria que tienen estas diminutas piezas: una colchoneta y un rollo de papel confort.
Mientras recorro los pasillos semi oscuros, varios me siguen, los taso con alguna esperanza, pero no, prefiero esquivar la mirada. Porque lo que nunca cambia son los códigos. Y hay que tenerlos claros antes de pisar un sauna. Todo está en la mirada. Si te gusta alguien, sólo tienes que mirarlo fijamente, si te sostiene la mirada, sabes que te lo puedes llevar a un privado y esperarlo todo. Aunque ‘todo’ no es tan fácil, pues el “protocolo” también incluye la regla de que te lleves a un tipo a la pieza y que si no hay onda, tengas la libertad de tomar tu toalla e irte. Y hay que aceptar que te puedan hacer a ti lo mismo. Yo he vivido las dos situaciones, y si bien es denigrante cuando te dejan con las ganas, es un alivio poder arrepentirte cuando el tipo no te gustó. Sin rollos. Tampoco hay rollos cuando el asunto termina. Digno, tomas tu toalla y te vas del privado. No importa mucho si el otro disfrutó o se quedó con ganas. Hay que volver a la “batalla” y no perder tiempo de enganchar con el siguiente. No es necesario preguntar nombres y es pecado mortal dar besos en la boca. Es bien fuerte, por eso no le recomendé estos lugares a mi amigo ex alumno de colegio Opus y hermano de monja.
Otra dato clave: los mejores días del saunas son los sábados en la madrugada y los domingos en la tarde. ¡¡Cómo no!! En mi primera vez en Madrid practicamente me fui desde al aeropuerto a uno llamado “Paraíso”, nombre muy buen puesto al comprobar la cantidad de “adonis” disponibles ese domingo en la tarde.
En la semana, a la hora de almuerzo, se llena de oficinistas. “Abrimos a las 2 y desde las una y media hay gente esperando. Esos deben ser todos casados”, me confidencia el chico del café. También me cuenta que varios llegan un viernes en la tarde y se quedan hasta el domingo. Por eso es que incluso se venden almuerzos.
Mientras escapo de los manoseos anónimos y escucho los gemidos de sexo que son casi una música de fondo, me encuentro con uno de mis amigos que está saliendo de un privado con la cara colorada acompañado de un chiquitito. Lo miro y mi compadre me devuelve la mirada como diciendo “es lo que hay”.
En el tercer piso la cosa se pone más brava. Ahí hay un amplio cuarto totalmente oscuro con una gran colchoneta comunitaria, donde se estila el sexo grupal. Por lo menos aquí no hay luz, recuerdo que en Washington existía un cuarto parecido pero todo iluminado o que en Los Ángeles los hombres tiraban en donde se sintieran cómodos.
Los clientes de la tele
En este nivel hay baños de vapor -uno de ellos totalmente oscuro-, un par de duchas y más cabinas pagadas. Y por fin encontré lo que había buscado desde que escuché la explicación del juez Calvo de que iba a los saunas a “ver películas”: la sala de videos. Aquí muestran películas porno gay explícitas, hay asientos de cuerina y un par de conforts dando vueltas, que ya varios necesitan. No me imagino a don Daniel mejorando su vida sexual de pareja en este ambiente, ni superando traumas de la adolescencia.
De repente me encuentro con mi informante del “snack bar” sin su uniforme y con una toalla amarrada a la cintura. “El jefe nos da permiso para pasearnos durante media hora. También a nosotros nos gusta darnos unas vueltas, yo conocí a mi pareja aquí”, me cuenta. Aprovechando el “minuto de confianza” le pregunto si vienen famosos. “Sí, poh”, me contesta orgulloso, recitando una reducida lista de figurillas de segundo orden. Tanto que hasta a mí, que me considero un experto en farándula, me cuesta identificarlos. Lo más sabroso que me cuenta es que el día anterior el participante de un programa de televisión trató de entrar para ahogar sus penas, ya que lo habían eliminado del espacio. Pero no lo dejaron ingresar por ser menor de edad, me cuenta el empleado del “282”. Porque aquí son muy estrictos en eso, me asegura, aunque varios de los empleados y algunos de los clientes pasarían por invitados de las fiestas de Claudio Spiniak.
Otro de los servicios que ofrece “282” son los masajes, algo típico de estos lugares. En el sauna “Universe” en París los hombres más espectaculares te ofrecían un masaje por 30 euros dejando entrever que, “por unos euros más”, el servicio podía ser más íntimo. Le pregunto al empleado si aquí es igual. “Eso dicen, pero tienes que hablarlo con los chicos de los masajes”, me explica.
De repente me encuentro con mi otro amigo quien, al igual que yo, está al borde de una angustia profunda al comprobar que después de casi cuatro horas de dar vueltas, no hemos visto nada que valga la pena. “Y eso que yo he bajado todos mis estándares”, me confiesa. Tal vez deberíamos hacer como una pareja de amigos argentinos que vienen, se toman un par de éxtasis y lo pasan chancho.
Todo mal, así que decidimos irnos, después de pasar por la humillación de gritar el nombre del tercero del grupo por todas las cabinas antes de encontrarlo. Sin duda él, como siempre, y pese a ser el con peor pinta de los tres, es el que más atina y lo pasa mejor. Nuestra depresión ya es galopante. Salimos a la calle y comprobamos que el día está tan avanzado que los pajaritos ya no cantan y el sol de frentón está pegando. Tal vez lo mejor sea ir al sauna de mi gimnasio en Vitacura, donde sí hay mejores minos y siempre pasa algo. Pero eso será para la próxima crónica testimonial, si es que el editor me llama
Por: LND (La Nacion Chile)
lunes, 2 de febrero de 2015
Sauna Gay en Santiago de Chile...(relato pa morirse de la risa, jajaja )
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Uno va a buscar relajo, bienestar, ocupar los servicios (sauna, jacuzzi, vapor), y el sexo viene por añadidura, es un buen enganche, en mi opinión personal.
ResponderEliminarsi y no ir a chingar y criticar uno va a quitarse el estrés no de diva
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