sábado, 30 de abril de 2016

Gays cumbieros y wachiturros

Gays cumbieros

Desde diversos barrios del conurbano, los miércoles y los sábados, cuando cae la noche, salen en peregrinación chicos y chicas con look deportivo y ansias de cumbia gay. Contra todo pronóstico, la catedral tropical a la que se dirigen está en el centro, en plena calle Cerrito. Moda pasajera o movimiento sexy, la cumbia, sin dudas y desde hace rato, trasciende las fronteras de los géneros.

Desde alguna curva de 2007, la cumbia y toda su carga social, estética y discursiva entraron en la comunidad Glttbi local para hacer sacudir las caderas y algún que otro prejuicio. No había nada más hétero y más homofóbico que la cumbia, parecía. De alguna manera, la banda Kumbia Queers y el comic Cumbiagei fueron la patada inicial que abrieron las puertas a un fenómeno que se impuso no sólo entre los más jóvenes, que rápidamente hicieron propios sus códigos de vestimenta deportiva y vocabulario barrial para darles un giro tropical a sus identidades homosexuales, sino entre muchos otros amantes de esta música.

Prehistoria wachita

Primero esta estética, este código, fue representativo de los pibes y pibas que en los barrios se vestían como los demás en el conurbano: réplicas baratas de marcas como Adidas o Nike, escuchaban cumbia y no tenían otro interés, cada fin de semana, que el de ir a la bailanta con sus amigos. Luego la visibilidad homo aparece en las redes sociales, donde estos chicos y chicas ya empezaban a fotografiarse besándose y declarando relaciones de amor enfundados en sus ropas más cotidianas; así el look callejero barrial empezaba a convertirse sin dudas en el nuevo morbo de un estereotipo gay-lésbico que exigía su lugar entre las fantasías homoeróticas… Y lo demás era sólo ponerle ritmo.

Las primeras juntadas se hacían en el subsuelo de la discoteca gay Angel’s (Viamonte 2168), que pasaba cumbia toda la noche, hace unos años catalogado como el reducto groncho y grasa si los hay, pero luego recuperado como el lugar ideal para conseguir algún machito bien de barrio. Después proliferaron foros y grupos virtuales que ayudaron a comunicar más rápidamente estos encuentros a otros chicos que quizá ya estaban buscando lo mismo. Pero esta movida de liberación Glttbi, como tantas otras, seguía ocurriendo en la Capital, en discos del centro de la Ciudad de Buenos Aires bien lejos de una realidad donde muchos de estos cumbieros gays no tenían dinero para acceder a las discotecas… Paradójicamente, la liberación que ellos mismos estaban delineando se daba bien lejos de una realidad donde muchos de esos cumbieros gays no tenían dinero para acceder a las discotecas. Es llamativo cómo esta cotidianidad de los márgenes fue rápidamente capitalizada (valga la analogía) nuevamente en la urbe, volviendo a dejar afuera a los que ya antes estaban excluidos de las discotecas para chetos. Eso obligó a muchos cumbieritos gays a viajar cada finde hacia la Capital desde sus barrios sólo para encontrar, quizá, algo de eso que buscaban y no encajaba en casi ningún otro lugar, pues se veían demasiado villeros para un boliche gay y demasiado maricas para una bailanta tradicional. Este contexto generó una especie de diáspora en busca del otro semejante, al menos ésa es la promesa de cada noche en la bailanta, pues los ánimos bailanteros son la pura fuerza de estos adolescentes que salen de sus orillas a las luces capitalinas que inflan sus pistas con cumbia, y todo esto look mediante caras perforadas de aritos, celulares con cámara, rapes de peluquería, lentes de contacto celestes y zapatillas ostentosas… Sí, todo bien, pero muy caro. ¡Y todo para lucir lo más barrial posible! Y también para lucir lo más parecidxs entre sí, como cualquier adolescente buscando su pertenencia estética.

El centro de la periferia

Así que el punto de encuentro de los pibes y pibas de barrio, paradójicamente, se dio muy lejos de sus lugares de pertenencia. Un ejemplo de esto hoy está en el microcentro y es el sótano Cerrito Mix. Autodefinido como “la catedral de la cumbia”, este lugar congrega a jóvenes fieles de lo tropical en un marco de tolerancia y descaro marica, pero todo con el look cumbiero de luxe: casacas de fútbol, gorritas, aritos en las caras, cortes de rape y lentes de contacto celestes. Todo tan prefabricado como en cualquier otra discoteca, sólo que aquí se dicen “cumbieros” sin mayores culpas de clase ni pertenencia, pues en este lado del ambiente eso es puro sex appeal. La animadora travesti, la cerveza y los tragos coloridos desinhiben las caderas, y putos y tortas se pasan las horas bailando la misma cumbia que en otra bailanta, pero aquí está la libertad de la identidad que facilita levantes de chicos y chicas en casi todos los rincones de la pista, y los baños por supuesto.

Y hasta aquí todo parece sólo casi una réplica homosexual de una bailanta común y corriente: animador del baile y figuras de dudosa calidad mediática como Zulma Lobato o Los Wachiturros… Y eso de algún modo es así, pues la única travesti aquí es la animadora. Y las identidades trans, ¿qué lugar tienen aquí? ¿Acaso no hay trans cumbierxs? ¿Irán a otro lugar? Luego, de más está decir que ser o parecer un chonguito viril (activo) es lo más cotizado entre los gays de este club… Pero hablándolo con un chico de lo más masculino, me confeso: “Pasa que acá faltan activos” (sic). De lo que entendí que ni siquiera aquí era menos importante la superficialidad de ser UN VARON, en los términos más tradicionales. Esto de la cumbia y la homosexualidad aún sigue expandiendo su revuelo original y como para balancear la escena homomachista este año nace TROPITORTI, una fiesta tropical lesbiana para chicas en la zona de Abasto (www.tropitorti.blogs pot.com) y esto recién empieza…

Tomo una cerveza más y me voy cruzando miradas con algún pibe en la barra y pensando que aun la movida tropical más purista parece distante de esta nueva realidad queer, ya que sólo las míticas Lía Crucet y Gladys la Bomba Tucumana (y sus idealizaciones casi travestis) frecuentan los escenarios de estas fiestas teniendo alguna cercanía con el público gay cumbiero, en lo que por ahora sólo es bailar el mismo playlist que en cualquier bailanta. Pero, ¿será posible imaginar a MC Caco, El Dipy o El Re Tu Tu tocando pronto en alguna fiesta gay o en la Marcha del Orgullo Glttbi? Suficiente para mí. Me vuelvo al barrio, donde los pibes en la calle siguen siendo mi fascinación.

No sos vos, soy yo

Alrededor de este cruce de música tropical y homosexualidad, quizás, y lamentablemente, el registro que más fuerte haya quedado sea el de Los Sultanes con su “Estoy saliendo con un chabón”, una canción aun menos graciosa que los personajes que la interpretaban. Amanerada al ridículo e intrínsecamente homofóbica, este hit mediático sostenía a unas maricas cumbieras que se protegían en el beneficio de la duda desde el título de su disco, ¿Son o se hacen?, y lejos de aportar diversión y naturalidad a ese nuevo movimiento que se avecinaba, Los Sultanes potenciaban todos los prejuicios que se tenían sobre los gays en la cotidianidad de los ámbitos cumbieros más heterosexistas. En las letras de estas cumbias straight, los gays son como las viejas maricas de las comedias de la televisión y el cine, hoy tan anticuadas; en sus letras los gays son afeminados pícaros que apenas pueden tratan de atraer a algún pobre hétero; en general están ávidos y deseantes, pero no van mucho más allá de sólo desear el acercamiento a algún “chabón” que les haga la gracia de mirarlos al menos, insistiendo y sosteniendo una supuesta incapacidad de una relación homosexual con un hombre hétero. Todo eso llevado a escena con malos playbacks televisivos decorados con strippers disfrazados de policías.

Esta experiencia quedó aún en los oídos del gran promedio de nuestro país y ciudades limítrofes, y así Los Sultanes, un producto real o no, fueron el centro de una explosión tropical heteronormativizada con sus ficciones y recursos de caricatura sobre la identidad homo, que muy afortunadamente no hicieron mayor contribución a la nueva cultura de la cumbia gay que empezaba a surgir desde los adolescentes en los barrios.

En un lugar completamente opuesto de la pista, valorando la honestidad y el coraje como medida de autenticidad, allí está la preciosa Dalila, pionera low profile, que en 2001 ya enamoraba a todas con sus cumbias santafesinas sin mayor artificio que su voz y su imagen de lesbiana frontal. Chequear especialmente su tema “Amor entre mujeres”, donde va calentando la temperatura mientras remarca varias veces “que eso está mal”, “que eso no es normal”: “Ese amor es diferente a los demás, / está prohibido / ese amor entre mujeres está mal”. Sólo que por el modo en que están dispuestos los versos, y lo ardiente que se va poniendo la cosa con su voz y con el ritmo, de pronto no entendemos muy bien qué es eso que está mal, ya que enseguida agrega: “Dios ha querido / que a las dos no les importe nada / que otros las vean así”. ¿Será que Dalila se ríe de todos los normales mientras dice abiertamente que Dios ha querido que a ellas no les importe nada? La letra con su ambigüedad continúa en la segunda estrofa: “Y sé que no está bien / amor entre mujeres / que no es algo normal / lo mucho que se quieren / y sé que no está bien / que las juzguen de locas / tenerse que esconder / para rozar su piel”.

A ritmo de cumbia, podríamos decir, para no quedar fuera de tono, que Dalila logra dar vuelta la tortilla.
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El Gay Town de Santiago



Recordar la pobla y el resumo de sobaco y ropa con olor a detergente, de saber que ya no vivo en ese paisaje del Santiago sur, donde aún los bloques de tres pisos siguen siendo la estantería habitacional de los pobres, el amontonamiento ilusorio progresos encajonados en esos pocos metros de convivencia. Que digo, si la llamada convivencia, allí, es una jaula de llantos, peleas y gritos que atraviesan las frágiles murallas, los tabiques de cartón de mi viejo barrio que nunca me quiso, nunca me soportó y menos pudo imaginar que el maricón del tercer piso le daría una estrella de gloria a la descolorida pobla. Porque ahora, a veces, al regresar, casi todo el mundo me saluda, me reconoce, me felicita, y nadie se atreve a gritarme la vida como entonces, cuando tan chico, apenas un niño, debía dar un rodeo de tres cuadras para no pasar frente al grupito de la esquina, la patota del club deportivo siempre con la talla a flor de labios, siempre con la burla cruel que hería mis oídos, que me hacía odiarlos a muerte e imaginar que yo podía transformarme en superman y con una mirada de rayo láser cortarles las cabezas. Por eso hoy recuerdo esa infancia con algo de ternura y rencor, con sangre amarga que tragué después de alguna golpiza, con ese gusto opaco del semen proletario en el tufo del amanecer, esa primera vez (puede ser) que un macho pendejo excitado me hundió la cabeza en la selva hormonal de su entrepierna.

Al partir mi madre cerré ese capítulo, ya no había nada que me atara a esas cajas de cemento y a los tierrales sin alma de la zona sur. Ella se llevó de un plumazo funerario mi biografía rasguñada en esos escampados. Y así de simple, como quien cambia de camisa manchada de rubor, me mudé del territorio, descubrí una casita flaca y sin bulla en un pasaje de Bellavista, cerca del río, a los pies del cerro San Cristóbal, en la calle Loreto, columna vertebral del Gay Town santiaguino. Pareciera pecar de esnob (que vieja palabra) al bautizar así al barrio coliza de la capital, pero no exagero y tampoco quiero develar tanto el sobrio territorio marica que, poco a poco, fue instalándose en las riberas del parque Forestal y principalmente en Miguel de la Barra, la calle más amplia de la urbe, que tiene cierto encanto neoyorquino, como diría una siútica. Desde allí, bajando el cerro Santa Lucía por atrás, donde la municipalidad instaló una fontana de agua con Adán y Eva, al estilo florentino (very Europe) se puede comenzar el tour gay que ya ha dejado atrás la parisina calle Rosal, como también los sex shops al final de la calle Huérfanos y la esquina del levante erótico donde los taxi boys ofrecen su pelvis remunerada simulando que esperan un colectivo. De caminar distraídamente por allí, hacia el parque, resaltan algunos cafetines en la vereda, con las típicas parejas gay, mirándose a los ojos en el vapor del café cortado (¡zas!). Pero nadie podría calificarlos de homosexuales con sus atuendos de moda varonil con marca a la vista. Nadie podría suponer que esos hombres de mediana edad viven juntos en algún departamento de calle Mosqueta, la corta callejuela sombreada de árboles que, hace diez o quince años, fue acogiendo la necesidad proscripta de las nupcias maricuecas. La calle de los fletos, le dice la homofobia a Mosqueto, el primer condominio gay de Santiago centro, que me hace recordar la situación de la calle Castro en San Francisco, un territorio poblado de minorías chicanas en los años sesenta, y que luego de ser ocupado por la invasión gay subió su avalúo, transformándose en el barrio fashion de la maricada gringa. Por lo cual, los mexicanos, cubanos, negros y dominicanos tuvieron que abandonar el lugar por el alto precio al que se elevaron sus rentas. A veces ocurre que la sofisticación del mundo gay opera de manera segregadora con otras minorías, de seguro por el “buen gusto marucho” en la decoración, afirulando su hábitat más allá de los límites convivientes.

Ojalá no ocurra algo similar con el gay town santiaguino, que atardece plácido en la calzada otoñal que se hace parque. Por ahí, pisando el metal óxido de las hojas, una loca cetácea de gorda lleva de paseo una rata de perro chihuahua como si llevara un monedero. Más allá, otra loca enana y regia con su teñido pelo de coipo al cloro arrastra un gran danés que insiste en mear en todos los árboles que verdean el sendero. A la distancia viene una pareja del coliseo canino, observando con emoción a su dálmata que le olfatea la cola a un quiltro plebeyo. ¿Qué fantasía perruna acompaña este deambular gay por la foresta del parque? ¿Qué orfandad de barrio los hizo ubicarse en este rincón del centro, que no es el barrio alto, pero tiene estilo? Tiene ese no sé qué nostálgico, me dijo un gay hediondo a Paco Rabbane mientras acariciaba las zungas de cebra en una tienda de lencería para hombres en Miguel de la Barra, al lado de la librería Metales Pesados. Pero el gay town del otro lado del río no tiene la misma categoría, agregó la loca con una mueca de desprecio. ¿Y por qué es otra la categoría del barrio si todos los maricones que se ven por aquí son casi iguales?, le dije a punto de abofetearla por clasista. Lo que pasa que este lado es residencial y el otro lado es más de jarana, carrete, como te explico, es más chimba, ¿me entiendes? Nunca podría entenderla, pero en algo tenía razón, porque cruzando el puente Loreto se despliega un chorizo de boliches lésbicos y discos gay que llegan hasta las faldas del San Cristóbal. Pero justo al doblar Bellavista, el sauna Sodoma recibe de madrugada a la resaca copetera del dancing. Casi en la esquina de La Chimba marica, en el bar El Toro, se junta la manga televisiva y la tolerancia artística. También aquí se puede encontrar en sus noches de tamboreo farandulesco al ramillete de locas cuicas con su bronceado cochayuyo paltón. De Loreto al fondo, la noche se envicia Madonna con el zapateo disco de sus locales, hay de todo lo imaginable en este rubro, espectaculares shows de drag queen, vedetos desnutridos agitando la diuca por cinco pesos, cafés con piernas peludas y elegantes restaurantes de comida española para azafatos de Lan Rosa.

En fin, por último, le dedico unas líneas a la esquina de mi casa, saltando la calle, el almacén de Marcelo siempre está lleno de gente, enfiestado por su eterna sonrisa. Al lado, la botillería donde rezonga el tango su enamorada traición. A la vuelta, las chicas del salón de belleza, todas rubias, cada quince días me rasuran las cuatro mechas de mi cráneo mariposón. El quisco del diario, en la punta, me ofrece cada mañana los titulares noticiosos de las portadas. Y allí me quedo un rato, pensando que este barrio no lo elegí por gay o taquillero. Algo de su trasnochado ardor se me impuso. Algo de su generosa complicidad me da licencia para vivir como quiero, sin los terrores periféricos que me hacían temblar. Me quedo un momento mirando la frivolidad noticiosa de los diarios, justo cuando el señor del quiosco amablemente me pregunta: ¿No va a llevar su periódico, don Pedro?

Por Pedro Lemebel

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SANTIAGO GAY en el 2003


El circuito es reducido, pues la ubicación no es un detalle menor y la discreción es fundamental, pero aún así el clasismo pena: la discoteque más top es la Bunker y la más "popular", la Naxos; los shows que incluyen vedettos no se los pierde casi nadie; por fin hay un restaurante donde parejas homosexuales pueden disfrutar lejos de miradas burlonas, el Capricho Español, y hasta un café con piernas, el Farinelli. Los que tienen plata, en todo caso, prefieren divertirse en Buenos Aires.

***

Mientras los artículos sobre minorías sexuales escapan cada vez más de los reportes policiales y ahora engrosan las páginas donde se tratan temas de tendencias y sociedad, el clóset también se abre para quienes, hasta hace unos pocos años, no eran más que una parte del submundo de las ciudades chilenas. Los gays estaban en las cloacas. En medio de la sordidez y del silencio buscaban un lugar digno, o al menos lo suficientemente tranquilo para la diversión.

"El outing" dice Juan José, quien es un viajado periodista de una revista capitalina, y que se refiere al ya famoso concepto de salir del clóset, "ha puesto de moda los locales gays en todos partes del mundo. Creéme, da un aire de tolerancia que es muy bien visto".

Juan José conoce el barrio gay de Madrid, llamado Chueca, y se resiste a compararlo con lo que está ocurriendo en Santiago. Sin ir más lejos, el viernes 6 de junio de este año, la estudiante de filosofía Karen Castiilo y su novia, Paula, entraron a tomar una bebida gaseosa al restaurante "Pollísimo" de Plaza Italia. A los pocos minutos ambas mujeres se tomaron de las manos y se besaron en los labios. Los administradores del local se alarmaron y las echaron. Cuando Karen les preguntó por qué eran expulsadas del local, el dependiente respondió con sequedad:

"Atentan contra la moral del local y contra su prestigio", y las echó.

Sin embargo, el viernes la Corte de Apelaciones de Santiago aceptó el recurso de protección en contra del restaurante y dio una señal en contra la discriminación de las minorías en locales comerciales. Por lo tanto, el barrio Chueca y el divertimento gay, en Santiago, quizás se acerquen más de lo pensado.

CIRCUITO ACOTADO

El circuito capitalino se concentra en el barrio Bellavista, básicamente entre las calles Pio Nono y Bombero Núñez, aunque hay un par de enclaves en el sector de Providencia. La ubicación no es un detalle menor y la discreción debe ser fundamental. No en vano uno de los más sonados fracasos del rubro fue un pub discoteque que hace un par de años se instaló en pleno barrio Suecia. Nada menos que a un costado del famoso Entre Negros. No hizo falta que Miguel Piñera, el Negro, utilizara su poder para sacar a sus vecinos.

"Los clientes se sentían como si estuviera en una Expo-locas", recuerda un visitante que vio cómo el resto de los parroquianos que asistían a los demás pubs, bares y discoteques de Suecia, apuntaban con el dedo y molestaban a quien intentara ingresar, en un gesto de suma osadía, al local "de los fletos", como les llamaban. De esta manera, el pub-discoteque se mantuvo solamente un mes en funciones y debió cerrar.

Por ese motivo, muchos locales no tienen, siquiera, un letrero que los identifique. Su mejor publicidad es el "boca a boca".

CLASISMO HOMOSEXUAL

"Mira, es lamentable que se marquen tanto las clases sociales porque somos tan pocos y deberíamos ser todos uno", reclama Andrés, un joven veinteañero que antes de trabajar en una oficina del barrio El Golf atendió un encumbrado pub de homosexuales, lo cual lo convierte en voz autorizada para clasificar los locales del escuálido mercado gay criollo.

Aunque el número de pubs es mayor al de las discoteques, éstas tienen un público fiel. La más top es la Bunker, cada vez más abierta a todo público, y que incluye a rostros de la farándula que deambulan con toda tranquilidad por sus pasillos. Sin embargo, el lugar más famoso es la Fausto, disco gay por antonomasia, ubicada en avenida Santa María, a metros de los canales de TV. El local tiene más de 20 años, los que han ido decayendo con el tiempo. En el mundo homosexual, hablar de la Fausto significaba lujo, elegancia y exclusividad, nadie podía ingresar sin una invitación formal y conseguirla era un premio y un reconocimiento. Hoy, en cambio, la discoteque insignia de los homosexuales ha decaído al punto de que se programan días con entradas gratuitas.

Discos más populares son la Queen, ubicada en calle Coronel Bueras, detrás del cine arte Alameda; y la Naxos, que se encuentra en Alameda esquina San Francisco. Este último local es sindicado como un antro poco deseable y de gays de bajo nivel socioeconómico.

Claro que el mismo Andrés confirma que aquellos que realmente tienen dinero no van a ningún sitio conocido, ya que prefieren irse fuera del país de carrete de fin de semana, por ejemplo, a Buenos Aires. Hacerlo en público, aunque sea un público gay, es un riesgo innecesario que prefieren no correr.

Pero existe un extremo y se encuentra en la "Prosit", una fuente de soda de Plaza Italia, donde se congregan a rematar la juerga gays de muy pocos recursos. Casi nulos.

"Allí terminan los que no tienen para pagarse taxi ni colectivo", cuenta Andrés. "Y tienen que esperar desde que cierran las discoteques, hasta las 7 u 8 de la mañana, cuando empiezan a pasar los micros. Como no tienen nada de plata, juntan monedas entre todos y se compran un schop o un tecito, a lo más".

CAFE PARA DOS

Uno de los puntos de encuentro más concurridos es el Farinelli, que no es más que un café con piernas para gays. Ubicado en una casa en la calle Bombero Núñez, tiene el nombre pintado en una pandereta. Se trata de un local de decoración muy sencilla donde el café no se toma en una barra, sino que en mesitas cubiertas con imágenes de torsos masculinos. A la altura de la taza se visualiza el desfile de muchachos que atienden con bototos, sutién -o colaless masculino-, y ajustadas camisetas. Es el único local que funciona desde temprano (a las dos de la tarde), ya que los demás sitios abren, en promedio, a contar de las 21 horas.

El café no es ni parecido al que prepara la licenciada Tetarelli y es más caro ($ 800 el cortado), pero al igual que en los cafés del centro, el Farinelli atrae una clientela fiel y generosa. Como Marcos, un médico cuarentón que reconoce sus coqueteos con un moreno que le sirve agua mineral, elemento que resulta bastante oneroso. El médico se las paga con un billete de $5.000 y le deja el vuelto de propina. Pinta para viejo verde.

NOCHE DE COPAS

Para viejos, pero con plata, es el Capricho Español, restaurante y bar ubicado a la entrada de la calle Purísima. Sin embargo, la concurrencia no resulta nada de añosa. Más bien, son adultos jóvenes que llegan en parejas o en grupos. Los precios son normales y los platos de la carta se sirven en abundancia.

El local es sobrio y acogedor y el propio dueño, que tiene un cierto aire a Willy Sabor, saluda afectuosamente a los clientes. Un habitué del lugar dice que ha mejorado mucho desde que cambiaron al chef. Añade que antes la gente iba mucho más porque era el único lugar donde se podía ir a comer en pareja y de manera tranquila, sin que los miraran raro.

Donde la oferta es más variada es en el Bokhara, al final de calle Pio Nono. Funciona como pub y discoteque, con música en vivo y shows humorísticos. Cerca de la medianoche, se retiran las mesitas de la pista y empieza el baile. El problema es para los chicos que atienden, que deben hacer todo tipo de piruetas para llegar con los platos intactos, luego de atravesar toda la zona de baile, ya que la cocina está casi junta a la caseta del DJ.

Este es otro lugar que ha bajado nivel, debido a la política de permitir la entrada liberada hasta las 23 horas. Bokhara tiene un trago emblemático, el Long Island, que es un brebaje azul casi fosforescente que se sirve en antiguos jarros schoperos. Al preguntarle a un barman en qué consiste, él responde: "es una asquerosidad".

No hay como la pílsener.

LAS REINAS DE LA COMEDIA

Una velada puede estar completa sin baile, pero no sin show. Casi al final de Bombero Nuñez se ubica el pub Friend's. Tiene un letrero en el frontis y desde la entrada se aprecia el esfuerzo que tuvo su dueño por darle un toque temático a la ambientación, en este caso, relacionada con el cine y la TV. Del techo cuelga un enorme rollo que simula ser de celuloide. A un costado hay una réplica del Oscar. La creatividad alcanza también a la carta, donde los tragos son asociados a estrellas del cine. Según la tabla, Pedro Almodóvar toma pisco sour, George Lucas pide vaina, Nicole Kidman prefiere un Tom Collins y Olivia Newton John, una mentita frappé.

Luego se adueña del escenario una gorda que no es gorda, sino gordo. Es Macarena O'Connors y su acompañante, Bianca Rinaldi. Son dos travestis. Ambas tienen una rutina tipo café concert, donde abundan las bromas sobre la contingencia nacional. En esta oportunidad, Marcarena y Bianca muestran el encontrón entre Vivi y la Argandoña, donde la hija de Don Francisco es la que sale peor parada. En medio del show, doblan canciones: Bianca, en la onda de divas latinas y Macarena, con temas retro. Luego dan el pase a un par de vedettos que, al ritmo de la música tecno, se sacan unos pseudo uniformes y terminan sin nada más encima que una mano estratégicamente ubicada.

A LO SEINFELD

El show es lo que llena el Dionisio, que queda en Bombero Núñez antes de llegar al Bunker. No tiene letrero ni número en la puerta, pero se siente la música desde adentro. El recinto es como esos clubes gringos de comedia que se ven en series como Seinfeld. Adelante, en un pequeño escenario, se presenta el maratónico espectáculo animado por Claudia Larson y Alexandra. El primero -o primera- es una Marlene sobrealimentada, ataviada como una Miss Venezuela y que lleva con un vestido ceñido y escotado. Alexandra, en cambio, es menos producida.

Para rematar el after hour está el Bar de Willy, que hace un tiempo pasó a llamarse Foxy's. Se encuentra a la salida del Metro Los Leones. Después de las cinco de la mañana, donde los que vienen de las discoteques más top van a presenciar un show donde los vedettos no se tapan ni con la mano. Un espectáculo más democrático -y jocoso dicen- es el que se da en la carrera frenética por llegar al Bunker, antes que se termine la promoción del 2x1.

Pero ese ya es otro cuento.

LA MADRE PATRIA

Chueca es un antiguo barrio del centro de Madrid, ubicado a un par de estaciones del metro de Puerta del Sol (que sería el equivalente a Plaza Baquedano). Por lo barato que era, a mediados de los '70 se llenó de drogadictos que fueron desplazados por artistas emergentes que se tomaron el barrio. La mayoría era gays (entre ellos, un tal Pedro Almodóvar).

Para los '80, ya era un sector de la comunidad homosexual que reunía además de discos y pubs, librerías, saunas y locales segmentados. Mauricio, un cliente asiduo a los pubs gay, asegura que lo más parecido a Chueca es el Vox Pópuli, un bar de engorrosa ubicación (se le puede encontrar caminando por la calle Domínica) y buen nivel. Destaca que en España son relajados, no andan ultraproducidos como acá y sobre todo que "no existe la torrantería de que antes de las 12 de la noche entran gratis".
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"Tortas, putos y cumbieros"


En una de las zonas más ricas de Buenos Aires, nace una nueva tribu urbana: desde afuera se los estigmatiza como wachigays, aunque ellos se asumen como “negros, putos y cumbieros”. Son queers de clases trabajadoras del Conurbano que salen del closet para reclamar reconocimiento simbólico. Adolescentes y jóvenes homosexuales que bailan, se cortan el pelo, se tatúan y hacen del boliche Cerrito Mix una burbuja donde vivir su fantasía. Después de la resaca, reviven la fiesta en Facebook.


Suena Nene Malo y la pista central explota. Germán se sube de un salto al escenario. Directo al caño; a perrear. Lo sigue el Elezeki, que se agarra del otro lado y sincroniza su paso con el de su amigo. El último es Alejandro. Apoya a Germán desde atrás y le sigue el ritmo. Abajo, un grupo de chicos y chicas los arengan a los gritos. Dos morochas se hacen mimos al costado, una encima de la otra; siguen en la suya. Contra la pared, varias parejitas a los besos.

—¿Y dónde están los putos y las tortas a los que les gusta la cumbia? —agita el conductor desde la cabina del DJ.

Y todos dejan lo que están haciendo y levantan las manos.

Los putos y las tortas a los que les gusta la cumbia están acá.

***

Cerrito Mix no es sólo una bailanta gay. Es esa mezcla impensada y subversiva de todos los estereotipos del mundo cumbiero hétero y de la disco marica que no existe en ningún otro lugar de la ciudad ni del conurbano, en una de las zonas más ricas y pacatas de Buenos Aires: el límite de Retiro con Recoleta. A tres cuadras de Plaza San Martín; a cuatro de los hoteles cinco estrellas; a cinco del edificio Kavannagh, el más caro de la ciudad; y a seis de la Avenida Alvear y de sus señoras comprando en Ralph Lauren y Hermès. En Cerrito casi esquina Santa Fe, ahí donde nadie pudiera esperarlo.


Puertas adentro, esto se vive como conquista: “La katedral gay de la cumbia en el corazón de Buenos Aires” dice la bandera en la pista principal. Hasta ahí llegan, de miércoles a sábado, los wachigays: adolescentes y jóvenes de clases populares, homogeneizados por el look wachiturro aunque sexualmente diversos.

Desde las calles de tierra de las villas y los barrios bajos de José C. Paz, San Fernando, Moreno, Merlo, Quilmes, Avellaneda, Monte Grande y Ezeiza. De la periferia al centro; en colectivo la mayoría de las veces o en un remís entre varios cuando hay con qué, o en el tren que los deja en Retiro, Once o Constitución. Y, luego, el último tramo del viaje hasta Cerrito 1058.

La fachada es austera: una puerta negra enrejada; arriba, en letras pegadas sobre la pared, La Mary bar: el nombre que tenía hasta hace tres años, cuando todavía era un lugar de fiestas temáticas. Después, una escalera que baja tres metros hasta un subsuelo y, recién ahí, detrás de una cortina negra de terciopelo grueso, el paraíso de los chicos y chicas que huyen de la homofobia bailantera, la electrónica cheta y los señores cazapendejos. Un espacio utópico. Una burbuja donde vivir la fantasía.

***

Tienen entre 18 y 23 años, códigos de tribu urbana y una identidad en emergencia: son queers de clases trabajadoras que salen del closet para reclamar reconocimiento simbólico. Los de afuera los llaman wachigays, pero ellos no se dan un nombre ni se asumen como colectivo homogéneo. Es mucho más literal:


Somos negros, putos y cumbieros —, reivindica Elezeki. Y sigue bailando con sus amigos en el escenario.

La primera y más radical subversión de las reglas que impone la subjetividad gay hegemónica, con toda su cultura brillante, estética y, sobre todo, de clase media es la apropiación crítica del estigma, rompiendo con la corrección política.

La resistencia a las identidades prefabricadas empieza por el cuerpo (el primer terreno de inscripción ideológica y regulación social): la ropa, el peinado, los piercings y tatuajes aparecen como marcas de pertenencia. Son prácticas que atraviesan a toda su generación, más allá de las clases sociales, pero que en ellos tienen un estilo propio, caracterizado por el exceso. Lo otro, sostienen ellos, el minimalismo y la prolijidad es “cosa de chetos”.

—Acá no corre lo de gordo, flaco, bien o mal vestido. Puto, torta o bi, acá cada uno hace la suya. Sos vos. Sos feliz. Está todo bien. Si sos cheto… Sí, también… Mientras no jodas al resto —dice Nahuel, de Moreno, lentes de contactos azules, 18 años recién cumplidos, un aro expansor en la oreja derecha.

Todos los viernes, de 1 a 3, Cerrito Mix tiene un stand de piercings, otro de tatuajes y un rincón de peluquería. Hay aros desde $ 5, los tatuajes arrancan en $ 50, la peluquería es gratis.

Mientras Pablo, el peluquero, le tiñe unos mechones azules a una rubia platinada, un grupo de chicas, que lo rodean, gritan: “¡Más, más, más!”. En minutos la rubia tiene el pelo multicolor. Al rato, todas las amigas estarán igual.


Los chicos también se animan a los colores, aunque prefieren el corte reggaetonero.

—Ellos quieren el rapado con cresta o coronita. Nosotros le decimos sombreado; pero en realidad es el corte dominicano —dice Pablo—. A veces piden estrellitas o algún dibujo en la nuca o al costado o cualquier cosa.

Los piercings van en la lengua, el ombligo, las cejas y la boca; el más clásico, para chicos y chicas, en el labio superior, como el lunar de Marilyn Monroe. También se los ponen en la nuca, el entrecejo, los pómulos y hasta en el frenillo. Blancos, amarillos, rosas flúo y negros.

Con los tatuajes hay más cuidado. El impulso de la noche mezclado con el alcohol dejan rastros indelebles.Alianzas, nombres y frases dedicadas que a la mañana siguiente no se pueden explicar.

—Hay arrepentidos —dice la tatuadora Rebeca, una lesbiana muy masculinizada, una chonga chonguísima; una de esas que en la cultura anglo se llaman butchers.


Las marcas en el cuerpo son parte de la experiencia. No se trata de lookearse para pertenecer una noche. Lo efímero se hace permanente en un corte de pelo, y definitivo en el agujero de la carne, en la piel tatuada. Esta noche se vuelve el centro de la existencia.

—Divertite ahora porque mañana no sabés que va a pasar. La vida es así, ¿o no?—, pregunta Alan, de 19 años.

El deseo, la trasgresión en la apropiación física, casi endovenosa, de la vivencia. Una reterritorialización corporal: las cosas pasan a toda velocidad, sin tiempo para la reflexión ni la asimilación de lo vivido. Hoy, ya y ahora. Mañana, quién sabe. ¿O no?


***

En Moreno, los sábados la previa empieza temprano. Antes de las ocho de la noche, Alejandro y Germán ya están en la casa de Ezequiel, atrás de Las Catonas, un complejo de monoblocks sobre la ruta 23 con fama de peligroso. Son dos ambientes: una habitación y una cocina con living; aunque grandes: 45 metros cuadrados y un patio. Para Elezeki y su mamá alcanza y sobra. De lunes a viernes, Giselle, de 36 años, trabaja como empleada doméstica en una casa de San Miguel; los fines de semana, en un country de Francisco Álvarez.


Germán viene del centro de Moreno y Alejandro desde más cerca, Paso del Rey. Como casi todos los grupos de Cerrito, tienen cerca de 20 años, se conocieron en el boliche y empezaron a ir juntos. No se encuentran sólo para tomar. Para hacerlo, se podrían encontrar en la estación de tren. La previa es para producirse.

—Escuchamos música, nos sacamos fotos y las subimos a Facebook —, dice Elezeki.

Cada sábado, antes de ir a Cerrito, se retoca las cejas, prolijamente depiladas, se afeita hasta que en la cara y el pecho no le queda ni un pelo, se prueba toda la ropa que tiene: una decena de chombas; muchas rayadas, algunas lisas, versión feria de las marcas de los shoppings.

Después, hay sesión de fotos. En el baño, mirándose al espejo, tirando besos a la cámara, mostrando tatuajes, posando culo con culo. Cuando hay novio, lengua con lengua; siempre en cuero, con el jean a la cadera y los calzoncillos asomando.

—Si no tenés Facebook no existís. Todos tienen… Y así se arman los puteríos—, dice Elezeki.

— Yo ya cerré dos perfiles, porque era un quilombo—, dice Alejandro, que después de separarse dejó de ir a Cerrito durante seis meses. Volvió hace nada más que un par de semanas. Primero a Cerrito. Luego a Facebook, aunque su tercer perfil tiene un nombre falso y sólo publica fotos de espalda o del cuerpo pero hasta el cuello.

A las diez y media salen. Caminan once cuadras oscuras hasta la ruta y ahí se toman un colectivo a la estación San Miguel del ex Ferrocarril San Martín. Les quedaría mejor reunirse en lo de Germán, que vive en el centro de Moreno, en una zona más segura y muy cerca del ex Sarmiento. Pero él es el único que todavía no les dijo a los padres que es gay.


—Mis viejos son grandes, tienen 50, y no entienden como los otros. Para mí que ya se dieron cuenta. Pero no me dicen nada. Ya les diré, cuando tenga un novio y lo quiera llevar a mi casa—dice Germán.

En una hora llegan a Retiro. Suben caminando por Santa Fe. Casi siempre llegan antes de que abran las puertas, a la 1, y se suman a los que esperan en el boulevard de la 9 de julio. A las 12 ya hay diez, veinte o treinta chicos haciendo la previa ahí: besos, cerveza, fernet, vino en caja y alguna lata de speed. Todo se comparte. También el porro, que es la única droga que reconocen. Los que van llegando se suman. El saludo es siempre muy efusivo: más que de encuentro, los abrazos parecen de despedida. No importa si se vieron el día anterior o hace una semana, picos, besos, choque de manos, un salto por atrás, un toqueteo cariñoso y hasta alguna revolcada en el pasto se justifican a la hora de encontrarse.

Apenas se abre la reja negra, cruzan en banda.

Mary (40) y Karina (41), las dueñas de Cerrito, tienen siete años como pareja y casi lo mismo como socias en el rubro disco. Éste fue su debut en la bailanta. En 2010, descubrieron el nicho por casualidad cuando un amigo gay les pidió el local para hacer una fiesta por su cumpleaños. Esa noche, La Mary bar tuvo cumbia por primera vez.

— Nunca antes, en los cuatro años que veníamos haciendo fiestas temáticas, se había juntado tanta gente —, dice Mary. Ni con las punk, ni con las psicodélicas. Ni siquiera con las electrónicas habían tenido a 300 personas bailando toda la noche.

Unas semanas después organizaron la primera fiesta de cumbia gay abierta. Como ninguna de las dos viene del palo tropical, pensaron que con un par de hits y algunos clásicos se resolvía; y le pidieron al DJ que se pinchara unos discos de los más conocidos. Duró poco.

— Yo pensaba que estos guachos no entendían nada. Pero tienen oído los hijos de puta—, les dijo un par de noches después el hombre, antes de renunciar a la tarea de entretener a los cumbieros.

Ni es todo igual, ni es puro hit. La movida tropical tiene una historia; con sus décadas, sus tendencias, sus ritmos, sus clásicos y sus próceres. No es lo mismo la cumbia colombiana que la peruana, la villera que la comercial, la santafesina que la guaracha santiagueña, el reggaeton que el bellaqueo.

—Nosotras no lo sabíamos. Pero los pibes sí. Porque estos chicos nacieron escuchando cumbia—, dice Karina.



Gonzalo “Ghon” Quiroz fue el primero que se los dijo. Fue a bailar en una de aquellas primeras noches de Cerrito —cuando todavía estaba el otro DJ— y las encaró. A la semana, él estaba pasando música. Tenía 18 años; pero uno y cada uno había sido de cumbia. En el barrio Trujuy de San Miguel, donde nació y todavía vive, nunca se escuchó otra cosa. Y en el bar de sus padres, enfrente de la bailanta Copadísimo, tampoco.

Hoy, con 21 años, Ghon es el responsable de ponerle identidad cumbiera a Cerrito. Además de él, hay otros cinco DJs que se alternan en las dos pistas los cuatro días que abre el boliche. Pero la principal –la de mejor cumbia– es suya los viernes y sábados. Alcanza con ver cómo se pone, para entender por qué lo apodaron DJ Tremendo.

— Se siguen escuchando clásicos de los ’90 como Ricky Maravilla, Alcides, Gilda, Amar Azul, La Nueva Luna, Antonio Ríos, Gladys “la bomba tucumana” y Lía Crucet, pero lo que más le gusta a la gente es la cumbia villera y el reggaeton. Todo lo que sirva para hacer meneito, perrear y bellaquear hace explotar el boliche-.

Flor de Piedra, Pibes Chorros, Yerba Brava, Damas Gratis y Repiola son los preferidos de la cumbia villera. Los del Bohío, Los del Fuego, Leo Mattioli, Mario Luis, Dalila y Karina son los reyes santafesinos. En reggaeton, los nombres cambian todo el tiempo y los ídolos son todos centroamericanos. El que la rompe ahora es El dipy con La cumbia de los solteros. Los que la pueden cantar sin problema, se la gritan a los otros en la cara; los que no, cantan y bailan con sus parejas y amigos: Ay, qué lindo que es ser soltero / Como me gusta vivir todo el día al pedo / No trabajo y no estudio porque no quiero / Ven turra que te meneo.

Es el mismo hit de todas las bailantas. Porque la cumbia gay no tiene todavía sus propios referentes. La heterosexualidad monopoliza el mercado y lo seguirá haciendo hasta que las clases populares hagan su propio coming out, el que la clase media hizo hace ya unos años.

La única que tiene un tema explícitamente gay es la rosarina Dalila, Amor entre mujeres. Pero a la cantante no le gustó que su canción fuera el himno de las tortas cumbieras y el día que la llevaron a Cerrito, se negó a cantarlo en una fiesta lesbiana. La excusa fue que no quería “quedar pegada a eso”.

***

“El Massi” es uno de los tres animadores que se alternan en las noches de Cerrito. Desde que se abre la puerta hasta el cierre, ellos van y vienen por todo el boliche con un micrófono inalámbrico: de una pista a la otra, de la cabina del DJ a la barra y del escenario a los baños; bailan entre los chicos, hablan con ellos, venden la barra y arman concursos: la pareja más zarpada, la ropa interior más hot o el mejor tattoo; todo vale para mostrarse y conseguir un trago gratis.


El conductor es una figura institucional de la bailanta. Y en Cerrito, además de arengar y sostener la fiesta toda la noche, su tarea es también poner las reglas: no se puede fumar adentro; drogas, todas prohibidas; sexo en los baños, tampoco; al menor quilombo, todos afuera.

— Las chicas son las peores. Se van a las manos mucho más rápido que los pibes —dicen las dueñas.

Las peleas suelen empezar por celos. No hace falta que alguien se zarpe o que haya contacto físico. Alcanza con una mirada.

—Las mato. Si se meten con ella, las reviento —, dice Antonella, 20 años, la mitad de la cabeza rapada y la otra con el pelo lacio y negro largo. Es una femme: jean ajustado, párpados delineados y un escote en el que calza justo un atado de Marlboro. Sobre el pecho, escrito con fibra negra, la frase “ella es mía”. Lo firma Nicole, la chonga por la que mataría

— Corte que a mí me conocen todos acá, porque vengo desde hace rato —dice Nicole—. Y yo era gato ¿viste? Tenía fama, plata y minas. Pero me enamoré y me rescaté… En realidad, ella me rescató a patadas.

Nicole también tiene 20 y, dice, nació torta. A los 5 años, las maestras del jardín tenían que agarrarla para que no besara de prepo a sus compañeritas y cada vez que la madre le quería poner una pollera empezaba a gritar: “Quiero la remera de Spiderman”. A los 6, le robó la maquinita para cortar el pelo al padre, se encerró en el baño y se rapó. Nunca más lo volvió a tener largo.

— El ambiente torta es jodido. Acá todas se comieron a todas y se arman altos puteríos… Hace seis meses, cuando la conocí a Anto, yo me estaba por ir a la mierda.

La mierda era el norte, Salta, Jujuy, por ahí; lejos. Había cobrado una indemnización de 20 mil pesos por un accidente de moto y tenía para vivir un buen tiempo. Terminó el secundario y estudió “para chef”, pero por ahora no va a buscar trabajo. Quizá cuando se gaste todo lo que le queda. Seguro, cuando se pueda mudar con Antonella. Ya están comprometidas “con alianzas” y Nicole se tatuó en el brazo la fecha en que se conocieron.

—Es que vivimos muy lejos. Ella en Villa del Parque y yo en Quilmes. Además yo no voy a la casa de ella y ella trabaja. Igual cada tanto me la secuestro y me la llevo a casa un mes.

Antonella vive con la abuela porque su mamá murió cuando tenía 12 años y trabaja en un spa de manos y pies de su familia.

— Tengo un tío gay y eso ayudó a que mi abuela se lo tomara bien. A mí me gustan las chicas desde que era una nena, pero tuve novios. Digamos que me convencí acá, cuando la conocí a Nicole.

Mary dice que Cerrito funciona como un espacio de libertad, para probar.

— Pasa todo el tiempo. Más con los chicos, que son los que de entrada tienen más prejuicio. Una semana ves a un pibe nuevo que dice que es heterosexual y que vino a conocer el boliche porque le dijeron que era divertido. Al otro viernes aparece con una remera ajustada. Y al siguiente se está transando a otro —cuenta Mary—. Pero ya tienen otra cabeza. A mí me sorprende la seguridad con la que asumen su sexualidad y la disfrutan. Y la aceptación que hay en el entorno. Acá vienen a bailar en grupos, gays y lesbianas mezclados, con amigos hétero, con los hermanos y muchos también traen a las madres.


Cerrito funciona como un cambio de paradigma: en los boliches gay de clases medias las transexuales tienen que pagar más. Acá, no. Acá, la entrada –que cuando no es gratis es muy barata, de 15 pesos con consumición a 35 con canilla libre de cerveza y tragos– cuesta lo mismo para putos, tortas, trans, bi, héteros. A nadie le importa. Tiene que ver con una decisión de sus dueñas, pero también con una generación que ya nació en la diversidad.

Sin embargo, en el mundo wachigay no todo es homogeneidad de tribu. Los looks marcan diferencias: están los “villeros”, que usan camisetas de fútbol, campera de tres tiras, zapatillas deportivas y gorrita; algunas chicas se dicen las “culisueltas” -nombre de la banda versión femenina de los Wachiturros; y los “maricas” entre los gays, que son minoría. Los wachigays varoniles dominan la escena y se gustan entre ellos. Rochos y rochas, guachos y guachas, guachín y guachina, sirven para todos, más allá de la estética y la identidad sexual. Los “chetos” se reconocen al instante. Cada tanto aparece algún grupo que está de paso.

— No duran mucho adentro. Bailan un rato, toman algo y se van—, dice Karina.

No es la sexualidad lo que articula la identidad. La cuestión no es ser gay, sino ser joven, villero, cumbiero y fiestero.

A los wachigays no les gustan los señores de clase media y en ese sentido funcionan como ghetto. Dice Gonzalo que apenas abrió había viejos en busca de carne fresca, pero dejaron de ir cuando se dieron cuenta de que los pibes sólo les bailaban un rato. Se iban después de que les pagaran el alcohol.


***

En la esquina de la barra un grupo de chicos hace un fondo común para juntar los 85 pesos que vale un súper balde de cuatro litros. El recipiente es flúo, como las luces, la ropa de varios de ellos, y también la mezcla que viene adentro: sidra y tres licores; kiwi, melón y frutilla.

— Nos faltan diez pesos. ¿Quién los pone? —pregunta uno y tres buscan en los bolsillos. Sacan todo lo que les queda.

—Pará, pará. ¿Tenemos para volver? —interrumpe otro.

—No importa guacho. Comprá. Comprá que volvemos careta.


La plata no es un problema: el que la tiene, la pone. Y si a la semana siguiente no consigue, habrá otro que pague. Gastan lo que hay. Y eso se ve a la salida:

—A fin de mes, salen todos tranquilitos, charlando; casi como cuando entraron. Pero si venís del 1 al 10, están todos quebrados—, cuenta Gonzalo, el DJ.

La plata del principio y del fin de mes casi nunca es de ellos, sino de los padres.

—Estudiar ni en pedo. Y trabajar… Mis viejos dicen que mientras ellos puedan, no tengo que hacer nada —dice Agustín, de 23 años. Su respuesta se replica en todos los que lo rodean.

Son pocos los que ya terminaron el secundario y están pensando en hacer algo más. Y en el caso de que haya intenciones, las aspiraciones terminan en algún terciario o una tecnicatura. Nawi, de 18, es la excepción:

— A la mayoría de los chicos no les interesa estudiar y ni siquiera terminaron el secundario. Pero a mí sí. Yo quiero ir a la facultad. Porque me gustaría tener un título para poder progresar. Si no, negro y puto, nunca voy a llegar a ningún lado. Eso me lo dijo mi vieja cuando se enteró que soy gay. Me aceptó, pero me dijo: “Para lograr lo mismo, vas a tener que ser mejor que todos”.


***


El patovica que hace unas horas la saludó con un beso en la entrada, ahora la saca de un empujón por la puerta del costado. Milena llora y el rimel azul se le desparrama por las mejillas; las lágrimas le chorrean también el vestido blanco ajustado, descosido a un costado. Las medibachas negras se le abrieron atrás y apenas puede caminar arriba de esas plataformas con las que bailó toda la noche. Una chonga amiga viene a su abrazo desde el boulevard de enfrente.


—¿Qué hiciste boluda?

Milena se refriega el rimel.

— Nada. La hija de puta esa… Está con otra mina. Qué se joda.

—¿Le pegaste? Qué tarada que sos, boluda. No te van a dejar entrar más.

La amiga la agarra de la mano y cruzan la calle.

Son las 7 y hace una hora que amaneció. Algunos todavía siguen adentro, bailando como si recién empezara la noche. Otros se fueron más temprano con nuevo novio o nueva novia. Elezeki, Germán y Alejandro salen en grupo. Con otros diez van caminando juntos por Santa Fe. En Plaza San Martín se cruzan con unas “viejas” haciendo jogging y unos “yanquis” que miran un mapa de Buenos Aires en la puerta del Hotel Marriot Plaza.

Se despiden en la entrada del Ferrocarril Mitre. Desde ahí, unos se van para José León Suárez y otros para Tigre y San Fernando. Ellos siguen hasta el San Martín. Vuelven al conurbano. No terminó nada. Esto recién empieza. Mañana, en unas horas, la noche seguirá en Facebook.
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Contramano: la discoteca gay mas antigua de Buenos Aires cumplió años

Jose Luis Delfino y Carlos Jauregui
Para la historia del movimiento homosexual en la Argentina, Contramano es algo más que una disco que detenta el record comercial de haber llegado a casi tres décadas de permanencia. De quien era su dueño también puede afirmarse algo análogo: desde la vuelta de la democracia hasta la fecha de su muerte, 7 de septiembre de 2008, José Luis Delfino supo ser algo más que un duradero hombre de negocios de la noche gay porteña. Compartimos una entrevista realizada un mes antes de su muerte por Martín De Grazia*

Alfonsín asumió el 10 de diciembre del 83 y nosotros abrimos el 17 de febrero del 84.

– ¿Qué hacías antes de Contramano?

– Soy contador público. En el momento que abrí el negocio era el subcontador de ATC (N de R: Argentina Televisora Color, hoy canal 7). Yo tenía que viajar mucho, y uno sabía que existían los saunas y estos boliches en Europa y en Estados Unidos. Yo en estos viajes los conocí y se me puso en la cabeza que este tipo de negocio tendría que estar en Buenos Aires, porque Buenos Aires es una ciudad gay. Para mí ya lo era 25 años atrás, por experiencia personal, claro. La gente se socializaba en la calle, nada más. Aunque eran otras épocas: vos hace 25 años conocías a alguien en Constitución, lo llevabas a tu casa, dormía con vos y a la mañana te servía mate. Hoy te acuchillan en cuanto bajas las escaleras de Constitución. Pero, entonces, era así, no había lugares. Había sí algunos que se abrían, se cerraban, o la policía los acosaba y la gente dejaba de ir. Entonces, yo me lo planteé en un primer momento como un negocio. Y la idea era: yo invertía el dinero y un socio trabajaba el local. Yo no tenía mucho dinero, pero estaba en condiciones de invertir en un boliche en ese momento. Estuve dudando, porque era ahorros que tenía, la única plata que tenía: no vengo de familia rica, laburo desde los catorce años. Cuando nosotros abrimos, yo fui a arreglar con la policía, obviamente, porque me correspondía hacerlo…

– Porque de lo contrario el boliche no iba a durar ni dos días.

– La historia es que la policía son varias en Buenos Aires: está el circuito de las comisarías, el de seguridad personal que antes se llamaba Moralidad; después: drogas, menores, etc. Y todos quieren su parte en el juego y en la repartija. Entonces, al asumir Alfonsín, el adalid de los derechos humanos, creíamos que se iban a terminar las razzias, el levantamiento de gente en la calle. Podía uno abrir un boliche gay… Y eso fue toda fantasía mía, porque el esqueleto policial de la dictadura quedó firme, es decir, quedó la misma cúpula. Abrí un viernes, el domingo vino el subcomisario, el lunes arreglo con él, y el miércoles empezaron las razzias de Moralidad. En ese momento abríamos todos los días y se llenaba el local. Y empezaron los problemas. Venía Moralidad y se llevaba gente a diestra y siniestra. Hasta hace poco, yo hacía una estadística de cada día que venían y cuántos se llevaban. A mí me agarraba una indignación muy grande, más allá de que me estaban afectando el negocio, así que decidí acompañar a la gente que se llevaban en cana. Hablaba por teléfono con mi abogado y el tipo iba allá: él me facturaba como un taxímetro. Pero junto con eso empecé a tener una especie de conciencia política que nunca había tenido.

– ¿Antes no había habido activismo de ningún tipo?

– No. Soy de La Plata. Y estudié en la Universidad Mis amistades básicas se hicieron allá Y yo estaba en el closet, como se dice ahora. No divulgaba que era gay, pero en La Plata salía a la noche, tenía mis amigos gays, que la mayoría era toda gente del interior. Lo que pasaba que venían se alquilaban casas y había cinco en una habitación… Después se producía una especie de mutación: se iba y venía un gay. Entonces, había un montón de casas que eran gay. Vos tocabas el timbre: los encontrabas comiendo, durmiendo o cogiendo. La vida fue así mientras que yo estuve allá, cuando vine acá yo seguí siendo contador. Cuando me asocio con un jovencito, yo seguía en ATC . ¿Qué pasaba con este chico? Primero, eligió el personal entre toda gente que no era gay porque le gustaban los chongos. No sabés cómo lo afanaban: no hay placer más grande para un chongo que robarle a un puto. Segundo, si a las dos de la mañana se hacía un levante se iba y dejaba el negocio a merced de esta gente. Entonces, empecé a ir con más frecuencia y terminé quedándome. Renuncié al trabajo y me dediqué al negocio a pleno. En estos interines, se daba que había que defenderse, armar alguna agrupación para hacer frente a esta arbitrariedad. Yo tuve reuniones con los boliches, porque después que abrí, enseguida empezaron a aparecer otros bolichitos. Inclusive algunos que no eran gays, pero que eran frecuentados, como era Viejos Tiempos, que estaba atrás de Obras Sanitarias, sería Ayacucho y Viamonte. Iba la policía y paraba el 60, que pasaba por ahí, y hacía bajar a todos los pasajeros y subía a toda la gente del local. Y al departamento de policía. Entonces, la idea era hacer un frente con los boliches gays, en defensa del derecho de ejercicio de comercio, etc. Todo el mundo se lavó las manos. En una segunda reunión, en la que íbamos a estructurar esto, no fue nadie.

– En su libro, Carlos Jáuregui cuenta que, a raíz de una razzia en un bar llamado Balvanera, ex miembros de una Coordinadora de Grupos Gay convocan a una asamblea en Contramano para tratar el tema. Se forma una agrupación que luche por la defensa de los derechos de los homosexuales

– El acta fundacional de CHA se redactó en Contramano, en la reunión en que se intercambiaron ideas sobre cuál eran las estrategias a seguir: publicar solicitadas, pedir audiencia al Ministerio del Interior… Se discute todo eso y se decide conformar una comisión directiva. La CHA surgió en esa misma reunión como nombre. Yo sugerí Comunidad Homosexual Argentina. Eso se votó y se aprobó. A partir de ahí había gente que tenía militancia, tenía más experiencia que yo. Yo fui el primer tesorero de la CHA y vicetesorero era mi socio. De ahí empezaron a armarse folletos, juntar guita para hacer cosas. Se armó una estructura de grupos que oficiaban individualmente y después mandaban un delegado a una reunión central. Y políticamente me fui formando. Así, lo conocí a Carlos Jáuregui.

– ¿Qué papel jugó Carlos en esta historia de las razzias a los boliches gays?

– En varias oportunidades, Carlos me acompañó al departamento de policía por esta historia de las redadas. Y en una oportunidad, vino la policía y él se puso al frente y dijo que o los llevaban a todos o no llevaban a nadie.

– Te referís a la famosa razzia del 85 en Contramano.

– Sí. Tengo un recuerdo muy vívido de esa redada policial. Fue la actitud de él: de enfrentamiento casi inconsciente, de pararse delante del que estaba haciendo el operativo, que no dio bolilla al principio. Y seguirlo y decirle: ”Ud. no se lleva a nadie de acá”. Y empezó a cantar el himno, y toda la gente lo siguió. Les importó un carajo, porque la redada la hicieron igual. Se llevaron bastante gente.

– ¿Carlos frecuentaba Contramano?

– Él venía casi todas las noches: era habitué. Quizás había una temporada que desaparecía. Pero, en algún momento de la noche él llegaba al boliche. Mi trato pasaba por esto: charlar, me comentaba lo que estaban haciendo. Cuando se partió la CHA, yo me borré porque quería tener buenas relaciones con unos y con otros. No quería ser parte de la interna. Pero seguí estando al lado de ellos de la forma que podía en esos momentos, ayudándolos econonómicamente. Y con Gays DC también colaboré.

– Colaboraste económicamente desde el comienzo

– Para solventar una solicitada o panfletear a veces hacía falta guita. Yo, en la medida que pude, siempre colaboré. Nadie de la CHA estaba cobrando sueldos en aquella época. Se hacían colectas en el local: venían chicos con unas latas de galletitas y la gente ponía plata. Al principio, la Asociación se había planteado como paga una colaboración –de lo cual se hacían responsables los grupos– que era, ponele, dos pesos, nada. Como tesorero, hacía la lista: ”falta esto, tendríamos que haber recaudado tanto, pero no se recaudó nada”.

– ¿Cómo recordás al Carlos de esa época?

– Fundamentalmente, como un ser humano. Yo no mistifico su figura. Nunca quise tampoco transformarme en una viuda de él (porque está lleno de viudas de Carlos). Era un tipo franco, a veces era muy divertido. Era alguien que estaba muy comprometido con la causa; él no tenía problemas en salir a la calle o en los medios. Y además era provocador, porque le preguntaban: ”Usted se considera gay”, y el respondía: ”No, no soy gay, soy puto”. Con lo cual le quitás todos los argumentos despectivos al interlocutor y lo dejás tambaleando. En el primer piso de nuestro negocio hay una foto de él, que es la única que hay de Carlos Jáuregui sin anteojos. Las nuevas generaciones a veces me preguntan ”¿y ése de la fotografía quién es?”. Era Carlos Jáuregui, el fundador de la CHA.

– ¿Qué pensás que quedó de su activismo?

– Que mucha gente del ambiente tomó conciencia de que había que hacerse valer, de que el closet no sirve y que hay que luchar para obtener la igualdad.

– Carlos luchó mucho por la inclusión de la orientación sexual en la ley de antidiscriminación. Luego de muerto se logró ingresar en la nueva legislación de la Ciudad de Buenos Aires. ¿Disminuyó la represión policial en los boliches gays desde entonces?

– Sí, eso seguro. Por ahí no fue un click de un día para el otro, pero sí como que las cosas fueron aflojando. La gente no tiene tanto miedo.

– José Luis, muchas gracias por este testimonio.

– Espero que te haya servido. Son muchos años…
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Los mejores locales de ambiente gay del mundo

Los mejores locales de ambiente gay del mundo
Los locales de ambiente gay han existido por todo el mundo a lo largo de la historia. Ya en la Edad Media aunque no fueran considerados como tal, las termas para hombres fueron el preludio de una sauna gay con final feliz.

Para que estos locales hayan perdurado a lo largo del tiempo y se hayan convertido incluso en lugares de obligada visita turística, han cumplido con una serie de requisitos que no consigue cualquiera. ¿Su secreto? Que todas las tribus se sientan a gusto, sea cual sea su fetichismo o parafilia.

Esto se refiere a que todos los tipos gays que existen, (la marica pija, el Leathertón, el clembuterol, el oso, la marimilitanta, el chulosport, el maricatólico, el psycho gay…) tienen cabida en estos locales y hay ambiente para todos.

A modo de ejemplo, en Ragap hemos hecho un ranking con los que están considerados losmejores locales de ambiente gay del mundo por todas las tribus, y que son elegidos por los cantantes para famosos para sus actuaciones.

El club londinense Heaven es uno de los locales gays más famosos del mundo, y cada año es visitado por cientos de turistas. Tiene tres laberínticas plantas repletas de pistas de baile, bares y rincones escondidos.

El Aproador, en la playa brasileña de Copacabana, en Río de Janeiro, es otro de los locales gays más famosos del planeta. Su ambiente es muy agradable y divertido, y reúne cada fin de semana a lo más granado de la ciudad.


Splash es uno de los míticos clubes gays de Nueva York, en Estados Unidos. Funciona desde los años 80 y conserva su espíritu libre, por eso es visita obligada para los gays más divertidos de la ciudad.


Le Queen es la discoteca más famosa de París, y comparte el ambiente gay con el hetero en divertidas noches con buena música y muchas fiestas.


Twist es el club gay más conocido de South Beach, en Florida (Estados Unidos). Tiene un ambiente muy divertido en el que se mezclan residentes locales y extranjeros venidos de todos los rincones del mundo. Incluso algún que otro famoso se deja caer por sorpresa alguna vez, como Madonna.


Living es uno de los clubes gay más conocidos de Mexico DF, y además acaba de estrenar local.



Strong Center es una discoteca gay de Madrid, que abre todos los días aunque la gran fiesta es el sábado. Tiene cabinas, cine X, un laberinto del morbo y permite la entrada a todo el mundo.


Museum es un local gay barcelonés que conserva su esencia de la época de La Movida.

DJ Station es uno de los locales gay más populares de Bangkok, y desde hace mucho tiempo es el club favorito de los turistas que visitaban la capital tailandesa. Cuenta con tres pisos y un ambiente muy divertido.


The Karamba Bar es uno de los pocos clubes gay de los años 80 que siguen funcionando en la actualidad. Está en el corazón de Cancún, tiene capacidad para 620 personas y es uno de los locales preferidos por los veraneantes.


El club Diva de Melbourne, en Australia, es uno de los más famosos del país, y cada noche organiza espectáculos con drag queen. Tiene karaoke, varios bares y ambientes para todos los gustos.


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